dissabte, 29 de desembre del 2018
EL SIGNO DE LA IGUALDAD
La escolaridad que sufrí en mi infancia y en mi adolescencia adolecía de todas las imperfecciones imaginables. Además de carecer de medios materiales con que enriquecer las enseñanzas recibidas, por escasas que estas fueran, llevaba consigo la pesada carga moral de una sociedad sometida a un régimen dictatorial. De aquellos polvos, claro, estos lodos que hoy ralentizan, y aun paralizan, el desarrollo equitativo de cuantos vivimos bajo el mismo cielo. Incluso cabría aseverar que cuando no se produce la parálisis social, lo que se verifica es una regresión en firme, una suerte de anhelo por reverdecer los muy tristes viejos "laureles" del franquismo, con toda su carga de machismo y libidinoso catolicismo. Sin duda, una de las claves de tal situación hemos de buscarla en los lenguajes mutilados, contrahechos, que nos enseñaron en los primeros años. Cuando ahora la logofobia con ribetes xenófobos -con la excepción de la ciega obediencia al inglés, y recientemente el alemán, impuestos por los mandones de la pasta- reduce hasta el aislamiento en la mudez o en la especialización del lenguaje no verbal a nuestros semejantes, pocos de entre nosotros piensan en la importancia de un signo matemático, el de la igualdad, que solía ser presentado como la solución a un problema particular en vez de como la expresión del deseo de consecución de una tal realidad general anterior a cualquier cuestión. Alcanzar la igualdad nunca ha sido una aspiración española; seguramente por ello los matemáticos vienen de fuera, como las ideas nuevas y hasta los sueños. Aquí se entiende de otra clase de lenguas, como las de vaca, empanadas y bien frititas. No es de extrañar que el de Monipodio siga siendo el único patio en que se recrean los niños que luego van a dar en la mar de los parlamentos españoles, que son el... ¿cómo dijo el poeta Manrique: morir, quizá?
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