dijous, 22 de novembre del 2018

LA SOLEDAD DE INDALECIO MARÍA

Indalecio María ya no ladra. La soledad en que lo han dejado sus dueños es definitiva. Ahora mira desde el balcón sin que aparentemente le interese nada de lo que ve. Ni tan siquiera protesta por el molesto ruido que arman unos niños cuando salen de la academia de inglés que han abierto en el bajo de su edificio. A uno de ellos le ha dado por imitar sirenas de coches de policía, bomberos, ambulancias, buques, fábricas. Cada día una diferente, aunque siempre suena de la misma manera. El nervioso y musical infante debe de saturarse de palabras en las clases, pues, en la calle, de los remedos de avisadores acústicos no pasa. Indalecio María, sin embargo, da la cola y el morro desde su atalaya a la chiquillería, quizá porque la soledad lo tiene atenazado de hocico y patas. Tampoco atiende a los ladridos de sus congéneres, que ocupan todos los balcones de la vecindad y que, tal vez más afortunados que él porque de vez en cuando reciben la familiar desconsideración de sus propietarios, se entregan regularmente al intercambio de voces sin necesidad de acudir a academia alguna. Los perros son bulliciosos, como los niños; no así Indalecio María, perro triste donde los haya, o incluso triste ser desperrado, subestimado, olvidado. Mañana mismo entraré en la academia a fin de averiguar si se imparten cursos de ladridos en inglés. A poco que me esperance la secretaria, me apuntaré y procuraré aplicarme lo suficiente como para poder enseñar, desde mi balcón, al pobre Indalecio María a ladrar en un idioma que le permita llenar el hueco de la soledad con el extraño que lleva dentro y el propio que, abandonado, se desola a diario sobre la vorágine de la calle.

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