Me crié en un barrio pobrísimo ("paupérrimo", hubieran dicho con toda seguridad las personas cultivadas que ignoraban su existencia) donde la precisión en el uso de las palabras no era una prioridad, entre otras cosas porque se trataba de una imposibilidad. Alimento y habitación eran los principales objetivos de mis convecinos, lo que los -nos- igualaba a los animales de nuestro entorno. Descartado el interés por los muy domésticos y casi humanos perros y gatos, pequeños reptiles e insectos -tan escurridizos, tan inobedientes a cualquier precepto o norma- constituían el anhelo de la chiquillería, deseosa de realizar con ellos cuantas crueldades y mortandades benignas... llenaban su magín natural. Lagartijas y avispas copaban los extremos de la ambición infantil, cuya conciencia de poder -si es que así puede decirse- pasaba del remordimiento a la justificación según se tratase de la inocencia del timorato lagarto en miniatura o del implacable insecto, cuya picadura podía conmover al hombre más duro. Cuando esto último sucedía, las "obispas" se convertían en el tirano a defenestrar de nuestro entorno, a falta, por supuesto, de los medios para hacer lo mismo con quien, con el aguijón de la miseria, tenía sojuzgada a toda la sociedad. Las "obispas", pues, lejos de anticipar una prelatura para las mujeres, eran el mal supremo para los más pequeños, pero también lo que las bocas de los mayores, con socarronas risas, denunciaban como las "queridas" de los obispos -al parecer, "curas muy gordos", según los niños escuchadores.
(Fragmento de la novela en curso "El capitán Mendoza", a cuyo recuerdo acudo a fin de dormir en paz, si es posible, algún día.)
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