divendres, 16 de març del 2018

CAVERNÍCOLAS DE ÚLTIMA GENERACIÓN, TROGLODITAS DE TODA LA VIDA

Tengo el disgusto de conocer a bastantes mujeres maltratadas. El maltrato a la mujer no es nuevo, se viene produciendo seguramente desde que empezó a relacionarse con el hombre. De forma más o menos encubierta, consentida o aceptada o camuflada por la comunidad con la consideración que dan la costumbre, la hipocresía y la comodidad masculinas, por decirlo suavemente, el trato discriminatorio y vejatorio dispensado a la mujer siempre es un tema incómodo de conversación entre los hombres, quienes acaban echando mano del sarcasmo, a su vez disfrazado de humor blanco, cordial, o como mucho eso que se describe eufemísticamente como "picante". Claro, la picada es la mujer. Muy cerca de mí (en mi familia, en su más amplia acepción, entre mis amistades, en la vecindad, en los trabajos donde he coincidido con mujeres), los ejemplos de maltrato se suceden con algo tan parecido a la naturalidad que no puede dejar de sobrecoger. Por no irme a Fernando Poo, aunque a más de uno le gustaría enviarme allí como otrora se hiciera con cubanos, puertorriqueños y filipinos, revelaré que estoy en el caso de lo sucedido a más de una, más de dos y más de tres mujeres, cuyos maridos son sus apresadores a todas luces y hasta se engríen de ello ante el tácito inmovilismo o jaleado asentimiento de quienes los rodean. Mujeres que están entrando en la tercera edad que no han podido jamás salir sin la custodia de sus carcelarios; que no han podido disfrutar de privacidad, de amistades propias, de sexualidad voluntaria y deseada; mujeres que han sido alienadas hasta en lo político y meten en las urnas los sobres que les han preparado sus tutores-maridos-verdugos. Por cierto, no diré a la fachada de qué partido miran esos hombres ni en qué casas de lenocinio son habituales, aunque no pasaré por alto que se fijan con exceso de celo en los movimientos de los menores.
Las mujeres que tengo en mente, con alguna excepción heroica, no sólo no se han zafado de la tiranía de los quídam a que fueron entregadas en el altar, sino que sufren una suerte de síndrome de Estocolmo y se han convertido en las principales avaladoras de ellos. Además, las hay que publican sus fotografías en las redes acompañadas, claro está, del macho. Puedo añadir que he participado en algún intento de liberación, pero el final siempre ha sido el de la resignación: “¿adónde voy yo ahora, a mi edad?” El ser humano es un animal de costumbres, me decía muchas veces un amigo. Tenía razón. Hay costumbres que son como el latir del corazón, principio y fin. Pero al maltratador hay que aislarlo y señalarlo a como dé lugar.

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