dijous, 15 de març del 2018

COINCIDENCIAS

Siguiendo con mi reciente actitud de eludir el prejuicio como método de alejamiento de la realidad o de los sueños o de las pequeñas verdades de mi vida, me decido a leer buena parte de la obra poética de Manuel Vilas (Barbastro, 1962). En el prólogo a su poesía reunida, titulada genéricamente "Amor" (2010), el poeta expresa un desiderátum que hoy por hoy podría ser considerado una incitación a la violencia, especialmente contra las altas jerarquías del Estado. Vilas concluye su texto introductorio del siguiente tenor: "Ama mucho, hermano. Quémalo todo mucho, hermano. Me voy a comer el mundo". Una detenida lectura de las palabras precedentes convergen en una idea: derrocar el orden establecido. No es difícil oír a los primeros seguidores del Cristo propagar la máxima revolucionaria de "amarás al prójimo como a ti mismo"; proposición que no ha sido cumplida a lo largo de la historia más que por quienes de forma personal han arriesgado su vida -y la han perdido la mayoría de las veces- por la de los demás. Tampoco cuesta ver la contestación a las instituciones anacrónicas en las cremaciones de fotografías de sus representantes o de la diversa simbología de sus poderes, como las banderas o las enseñas. Incluso es fácil asociar a la nobleza que la juventud porta en su seno con las irrefrenables ganas de vivir, de forjar, de hacer el mundo a semejanza de la propia imagen. El desorden, en definitiva, único origen del orden limitador a que se llega por medio de la libertad. De la descomposición de ésta, paradójicamente, la armonía, mas también la muerte como patria.

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