Hables con quien hables, hoy en día todo el mundo asegura tener un despacho en casa. La habitación destinada a los invitados en los no tan lejanos tiempos de la bonhomía -aquellos que sucedieron casi sin darnos cuenta a los muy onerosos de la estrechez- fue convertida en negociado de soberbias y dislates donde recibir a nuestros pares con la intención de abrumarles con el aparato de la apariencia y la mendacidad desinhibida. Nadie más podría ocupar aquel espacio destinado a acoger las nuevas medidas del ego de sus propietarios. Ni tan siquiera los abuelos que habrían de cuidar de sus hijos. En los casos más afortunados, y si los padres de las criaturas disponían de casa, casita o similar con garaje, éste se adecentaba del todo o solo a medias para dar cabida en él a una cama turca o jergón rojiblanco donde caerse, vivos o medio muertos, los a la sazón servidores de la casa, ayos, guardeses y avaladores de la vivienda, así como suministradores de víveres y demás nimiedades.
Lógico es preguntarse qué despachan los pretendidos despachadores, pero rara es la vez que la demanda queda satisfecha, y lo más que se consigue es dar solaz gratuito al mendaz, quien, no contento con ello, a su vez se atreve con una pregunta a modo de florete. "¿A ti no te cabía el despacho, verdad?" "No", tal vez conteste el interpelado, "me han despachado de la casa, mi ex y el nuevo despachador".
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