"La España de charanga y pandereta,/ cerrado y sacristía,/ devota de Frascuelo y de María" que cantaba Antonio Machado en "El mañana efímero" ha sido secularmente propensa a la hipérbole y la fabulación. Nada se ha escapado a esta inclinación pervertidora del natural de las cosas ni de su representación conceptual. Es caso muy notable el de la idea de democracia, un bien malparado por aquella característica que exagera o merma en exceso cuanto enfoca. Hace más o menos cien años, Ortega y Gasset escribía en "El espectador" un razonado artículo que hoy muchos tomarán por invectiva, "Democracia morbosa". Dice en él, entre otras certeras cavilaciones, que "las cosas buenas que por el mundo acontecen obtienen en España sólo un pálido reflejo. En cambio, las malas repercuten con increíble eficacia y adquieren entre nosotros mayor intensidad que en parte alguna. En los últimos tiempos ha padecido Europa un grave descenso de la cortesía, y coetáneamente hemos llegado en España al imperio indiviso de la descortesía. Nuestra raza valetudinaria se siente halagada cuando alguien la invita a adoptar una postura plebeya, de la misma suerte que el cuerpo enfermo agradece que se le permita tenderse a su sabor. El plebeyismo, triunfante en todo el mundo, tiraniza en España. Y como la tiranía es insuficiente, conviene que vayamos preparando la revolución contra el plebeyismo, el más insufrible de los tiranos.[...]La bondad de una cosa arrebata a los hombres y, puestos a su servicio, olvidan fácilmente que hay otras muchas cosas buenas con quienes es forzoso compaginar aquélla, so pena de convertirla en una cosa pésima y funesta. La democracia, como democracia, es decir, estricta y exclusivamente como norma del derecho político, parece una cosa óptima. Pero la democracia exasperada y fuera de sí, la democracia en religión o en arte, la democracia en el pensamiento y en el gesto, la democracia en el corazón y en la costumbre es el más peligroso morbo que puede padecer una sociedad. Cuanto más reducida sea la esfera de acción propia a una idea, más perturbadora será su influencia si se pretende proyectarla sobre la totalidad de la vida. Imagínese lo que sería un vegetariano en frenesí que aspire a mirar el mundo desde lo alto de su vegetarianismo culinario: en arte censuraría cuanto no fuese el paisaje hortelano; en economía nacional sería eminentemente agrícola; en religión no admitiría sino las arcaicas divinidades cereales; en indumentaria sólo vacilaría entre el cáñamo, el lino y el esparto, y como filósofo se obstinaría en propagar una botánica trascendental. Pero no parece menos absurdo el hombre que, como tantos hoy, se llega a nosotros y nos dice: '¡Yo, ante todo, soy demócrata!'"
Ahora, por favor, oféndanse los votadores para lo público y represores en lo privado, espacio éste cuyo gobernalle a todos tiraniza, por ponernos orteguianos, y manda homogeneizarlo todo con el voto cantado en la subasta pública de cada campaña electoral.
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