De un tiempo a esta parte –de un infausto y nada poético tiempo a esta parte-, leo con no menos tristeza que decepción las opiniones que significados hombres de letras y del pensamiento y la cultura en general vierten en las redes sociales y en los medios de comunicación a su alcance sobre Cataluña. Lejos de contribuir, con el buen juicio, el sentido de la equidad –no la equidistancia absurda o falsa y casi siempre venal- y el conocimiento de la naturaleza de las cosas y de los sucesos, a la consecución del buen entendimiento entre las gentes de no importa cuál sea su procedencia, destino o voluntad, los hombres que se tienen por clarividentes en nuestra sociedad se han aplicado al muy ibérico empleo del anatema, dardo, imprecación o injuria sin más, cuyo destinatario es el prójimo adscrito a las filas de los partidarios de enfrente, de los enemigos por vecindad errática y sin derecho a roce de ciudadanía. Opiniones disparatadas, dislates de aviesa enjundia o simplemente barbaridades que compartir entre hermanos de fe, se disputan la atención de tirios y troyanos, y hasta si fuera menester los victimarios lenguaraces ruegan a sus víctimas que se den por aludidas para así mostrar las sutilezas de la libertad bien entendida y del juego democrático limpio aunque la suciedad sea una procesión que vaya por dentro.
Leo, digo, con pesar a este poeta, no contraargumentar, sino sentenciar y hasta vomitar sin decoro infundios acerca del ambiente de adoctrinamiento que prima en las tierras catalanas; a aquel cuentista confundir churras con merinas, a saber, terroristas con gentes formadas en pensamientos disidentes; al novelista de la corte tildar de puta a la mujer que gobierna el consistorio de la capital mediterránea, equivocadamente o no, a su manera, que, por descontado, se inscribe en el modelo de la democracia –bien es verdad que quizá él no lo distinga-; al periodista o al filósofo –ay, ay, ay- hablar del fanatismo de los independentistas, siendo ellos unos contumaces y consumados nacionalistas de yugo y flechas manchadas de sangre; al cantante heredero de latifundios obtenidos con las leyes de sus amigos barbotar insultos hacia los contraventores de la claridad del castellano o español que, si no en necio, como decía Lope de Vega, en algarabía hablan como poco; al tenedor de copas de su señoría, o de su excelencia o de don Felonías del banco roto porfiar como testigo de cargo de la componenda pergeñada por la oficialidad con resabio de oficiosidad, y así decir que alguien dijo qué y quién hizo lo que no se ve, e incluso que lo no pensado atrevimiento es; al viñetista de la tierra santa desigualar por igualación política y dolores sin el menor escrúpulo… constructivo. Quienes así dicen amar la diferencia, en ella encuentran la desafección; quienes las lenguas de Babel admiran, en el primer nivel de la torre se pierden y abjuran, y su molestia nueva se extiende al entendimiento como una metástasis inexorable. “Hable usted como quiera, pero con las cosas del comer no se juega”, nos recuerdan los apóstoles de la lengua de uso social, esta misma en que me educaron y amo, pero no más que las que no conozco. “Guárdese para la intimidad familiar la lengua del terruño”, orientan u ordenan los desorientados con mando en plaza ajena a los orientados con plaza propia pero sin mando. Discurso de poder encierran esas palabras, en cuyo interior no cabe la alusión a los hablantes, a los hacedores de las vidas, de las sociedades, de las naciones. Por cierto, de los dueños del parné –la madre del cordero, nunca mejor dicho-, ni un céntimo se decanta en esta ruina o crac en que pierden los de siempre y sin amparo de banderizos ni banderas.
¿Serán galgos o serán podencos los que la españolidad herida denuncian a quienes, como yo mismo, español me he reclamado? Dueños de patrias sí parecen, aduaneros de una trunca tierra de promisión. La boca no puedo abrir más. Me palpo las ropas y la carne para saberme en el mundo que describen esos voceros y no desear la suerte de Pedro Botero (Pere Porter, primero). ¿Habré perdido la razón o me he saltado sin saberlo la visita al oftalmólogo? Quizá. Pero también me apetece parafrasear, no sin maldad y con mucha bellaquería, a las claras lo digo, la letra de un anuncio televisivo de no ha mucho tiempo que (no) decía (pero digo) “paz y amor, y Franco en el salón”.
Sólo me queda invitar a quien aludido se sienta por lo dicho a pasar unos días en mi casa a fin de comprobar de primera mano si las falacias que sobre Barcelona y Cataluña su boca y teclado envían a los espacios infinitos de la obediencia carpetovetónica son ciertas o si es posible respirar, manifestarse, amar y sentir como propia la tierra que tanto celebró Cervantes y tantos otros después; instarle a pasear por esas Ramblas que tan bien conocieron poetas como José Agustín Goytisolo, Jaime Gil de Biedma o mi querido y cercano Antonio Tello, tan barcelonés –y más que otros- como argentino –tres cuartos de lo mismo-; a manifestar libremente su amor a todo y a todos a los cuatro vientos -que también a orillas del Mediterráneo hasta cuatro pueden contarse.
“Ahora que vamos despacio,/ vamos a contar mentiras, tralará,/ vamos a contar mentiras.// Por el mar corren las liebres,/ por el monte las sardinas, tralará,/ por el monte las sardinas”, principia la canción infantil. Y más adelante ruega: “Chiquillo no tires piedras/ que no es mío el melonar, tralará”. Pues eso, artistas, poetas de toda laya, temporeros del letraheridismo que, como la guitarra del mesón machadiana (gracias don Antonio), “hoy suenas jota,/ mañana petenera,/ según quien llega y tañe/ las empolvadas cuerdas”, abrid la mente al mundo según lo perciban vuestros sentidos y no hagáis caso de lo que adolecientes de oídos cuentan del goyesco infierno en que los tiene sumidos su sordera.
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