divendres, 6 de juliol del 2018
EL CAFÉ CON LECHE, EL AZÚCAR Y LA SAL
Dos hombres conversaban monótonamente en la terraza de un bar antes de que saliera el sol. No se miraban a la cara; no parecían amarse ni odiarse: la rutina cuajaba en sus semblantes como las legañas que no se habían lavado tras levantarse. La camarera les pregunta qué quieren. Uno, café con leche. "¿Dos, entonces?", se adelanta la mujer. "No", salta al instante el otro. Silencio entre los tres (el mío es un oído al acecho). El negador seexplica a continuación: "la leche sola no me gusta; el café sí. El café con leche me pirria, pero tomado en casa y sin que me dé el aire, pues éste potencia los sabores, para bien o para mal, y en los locales públicos suele haber demasiados tiros. Aunque le añado azúcar, cada vez le pongo menos. Lo que no hago, salvo por error, es bebérmelo con sal. Entre la leche, que no me gusta sola, quizá por una connatural aversión a los lácteos, y la sal en ella disuelta, que por supuesto tampoco me prueba bien, hay disoluciones que son soluciones para mí. Y a ti, ¿qué leche te gusta?", termina, mirando a la trabajadora, quien, acostumbrada a los humores rancios de la clientela a cualquier hora, responde: "menos la mala leche, todas."
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