dijous, 12 de juliol del 2018
LAS INQUINAS
Mi padre era un hombre corriente, sin instrucción, sin posibilidades. Nació en el sur de Granada en plena dictadura del general Miguel Primo de Rivera (esto lo digo para los que no recuerdan más dictaduras en España que la de Franco, y aun así con reticencias). Famélico, inculto y sin la oportunidad de defender su vida con la inteligencia o las manos, a principios de los años 50 llegó a Cataluña ilegalmente mientras se quitaba "el hambre a tortazos". A poco de asentarse en estas tierras, y cuando intentaba formar una familia y vivir, recibió la visita de los militares, quienes habían sido informados de que era un peligroso activista comunista. Se casó tutelado por un hombre de buena reputación en el barrio (un afecto a la causa franquista); trabajó pluriempleado durante muchos años sin que eso le bastase para algo más que llenar su barriga y la de los suyos. Sin embargo, la intuición de este hombre y su espíritu abierto y libre propiciaron que lo que parecía ceguera en realidad fuera una visión: compró libros a plazos, se hizo con una máquina de escribir y señaló como lugares de culto aquellos en que se adquirían los conocimientos de bachiller y... (a más no se atrevía quien desconocía cómo se denominaban los estudios de las más altas disciplinas del saber). El dinero nunca le alcanzó para llevar de vacaciones a su familia a ninguna parte. A lo sumo, en verano, acompañaba a su mujer e hijos hasta una localidad costera cercana a la suya, de interior, donde residía parte de la familia. El viaje que, en autobús y tren, hoy se cubriría en apenas una hora, entonces se realizaba en no menos de tres. Mi padre era un hombre de mucho nervio; era noble, pero se rebelaba, no cuando le atacaban, sino cuando intentaban confundirle. Eso, tan propio en la España de aquellos años, le sacaba de quicio hasta tal punto que profería una sarta de palabrotas cuyos destinatarios únicos eran los moradores de las alturas: las cortes celestial y dictatorial. El Dios del que tanto hablaban los que sostenían el palio a Franco y éste mismo como representante de aquél en la piel de toro, salían a relucir en sus improperios de forma recurrente. El niño que era yo por fuerza hubo de protestar y preguntar con cierta angustia por qué el hombre de los retratos escolares, ese señor sonriente, o casi, a caballo entre la "Mona Lisa" y la fotografía de algún torero a punto de lidiar, era objeto de sus iras ("¡pobrecillo!"). Mi padre siempre contestaba de la misma forma: "Cuando seas mayor, lo entenderás". Jamás me habló de muertos, guerras ni denuncias con imputaciones falsas; jamás del hambre, de la ausencia de trabajo y oportunidades; nunca de los abusos sexuales a las mujeres de los vecinos, compañeros, conciudadanos; guardaba para sí que carecían de médico, ni siquiera de veterinario... Mi padre ocultó en lo más íntimo la inquina hasta que por mí mismo descubrí la causa de sus reacciones. Aún tuve tiempo de corear con él, a modo de exorcismo, algunas de aquellas imprecaciones. Mi padre era un hombre que amaba y que sabía que el amor ciego es el de los señoritos, pero el de los ciudadanos de a pie ha de tener los ojos bien abiertos y tener siempre presente que todo anverso tiene reverso. Mi padre fue también hijo, aunque nunca pudo ejercer de ello.
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