dimecres, 11 de juliol del 2018
LA ALEGRÍA
Nada más entrar percibí la alegría de la decena de personas que conversaban casi a gritos. Por simpatía, aporté el regocijo que siempre llevo conmigo en la bolsa de la compra. Me desprendí de él sin tristeza alguna, a pesar de que llevábamos juntos décadas, tiempo en el que la incomunicación, lejos de atravesarnos como una llaga, nos había unido de una forma entrañable. Apenas musité un "hola" sin mayores pretensiones, lo cual no importó en absoluto, pues nadie pudo oírlo. El contento fue en aumento hasta que unos minutos después la gritería era total. Nada se movía, salvo las bocas y las lenguas que de ellas asomaban buscando humedecer los laboriosos labios portadores de las... los... de la cháchara que confundía, ahora sí, el poco entendimiento necesario para estar allí. Por fin, aquel huevo en que consistían el lugar y su ambiente fue inoculado por un espermatozoide extraño. De pronto, el silencio cayó como un telón pesado sobre el escenario. Unos segundos después, las cajoneras de los armarios volvieron a abrirse y cerrarse, así como de las registradoras entraba y salía el dinero sin mayores afectaciones. Cuando se hubo ido el último de los que me precedían, saqué mi receta electrónica ante la mirada inquisitiva de un hombre que acababa de llegar y que parecía tener poca paciencia y menos alegría atesorada. "Esto es una farmacia, no el bar", sentenció antes de guardarse el veneno que lo iba matando y para el que allí no encontraría antídoto.
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