dissabte, 23 de juny del 2018

DEL AMOR

"Los novios sin roce no se conocen", ha repetido mi madre a lo largo de su vida. El refrán, que al principio no entendía, con los años me ha ido revelando aspectos de las relaciones humanas, más allá incluso de las muy evidentes connotaciones lujuriosas. Porque, si bien es fácil acordar que los amoríos son hijos del movimiento, no sucede lo mismo con el cultivo del afecto para con los padres, los hijos, los hermanos o los amigos, por no hablar del reconocimiento del prójimo. En efecto, prima en nuestro trato con estos la desidia, el sobrentendido, la inacción. Ya se sabe que nos queremos, nos respetamos, nos valoramos, nos acompañamos... hasta que no se recuerda, claro. Si lo bello de las emociones desaparece con el tiempo, quizá deberíamos desaparecer nosotros con ellas, o, sabiéndolo, otorgar que con la metamorfosis todos hemos salido perdiendo, y que quienes éramos ayer no somos los de hoy. Si el amor en general, sin ornamentos ni excelencias, fuera una ambición que tuviera más que ver con uno mismo que con los otros, a buen seguro un dedo, y más, moveríamos para alcanzarlo, o como poco nos entregaríamos con gusto al denuedo que, sin duda, es necesario desplegar a tal fin.

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