dijous, 14 de juny del 2018
EL HOMBRE CABAL (II: DIMITIR)
Molesto como nunca lo había visto, mi vecino me ha interpelado a la puerta del edificio, donde Jacinto intentaba en vano exonerar el vientre porque su amo, que es un hombre cabal, no consentía en que lo hiciese sobre la acera. Mi vecino, que, como queda dicho hasta la exasperación, es un hombre cabal donde los haya, me ha enterado de que se ha enterado de mi expansión verbal para con él. Como dije entonces, mi vecino, tan cabal y hombre, vive a modo de prueba, para su aprobación o censura, la vida de cuantos en su casa están bajo su amparo y guía. Sin embargo, ignoraba que su poder protector se extendiese extramuros de su domicilio. El caso es que mi vecino, tan hombre y tan cabal, está al corriente de mis pensamientos acerca de él. Aunque no ha querido reconocerlo, está secretamente satisfecho de que por fin alguien haya reconocido su calidad vital, su portento creador en lo que a acondicionamiento de seres vivos se refiere. Pero mi vecino, un hombre sin duda cabal, no soporta que nadie le tome la delantera en sus maquinaciones ni mucho menos ventile, por más que con notorio donaire, el resultado de sus medidas de control. "Menos mal que algunos no descansamos, vecino", me ha dicho mordiendo cada palabra mi vecino, el hombre cabal. "Menos mal", le he respondido como un loro, sin pensar ni en la pregunta ni en la respuesta. "¿Qué, jugando a saberlo todo de los demás en casita, no?", ha seguido el hombre cabal. "¿Cómo?", me he defendido de un ataque que intentaba identificar sobre la marcha. "Sí, hombre, sí", se ha apresurado mi vecino, el hombre cabal, "que a ver si aprendes a meterte la lengua de las teclas donde te quepa y nos dejas en paz a los demás: que si mi Jacinto, que si mis hijos o mi mujer... ¡Que sea la última vez que nos nombras en tus mierdas de Internet!" La amenaza estaba servida, pero no en frío, no, sino en caliente. Mi vecino, que es un hombre cabal, cabal, sabía cómo decir sin decir del todo, cómo disfrutar del dolor del otro al castigo que aún no le había infligido. "¿Ya no te acuerdas, vecino? Te dije que si te hacía falta lo que fuera, ya sabes dónde vivo. Pero veo que te las arreglas muy bien tú solito. Bueno, pues ándate con cuidado con las libertades que te tomas, vecino", concluyó mi vecino, que es, no hay más que constatarlo, un hombre cabal. A punto estuve de aliviarme allí mismo, como no lo hiciera Jacinto, pero opté por darle la espalda al hombre cabal de mi vecino, quien, estaba seguro, en algún lugar de su omnímoda liberalidad encontraría unas palabras con que suturar la herida que se acababa de abrir a causa de mis torpezas como observador de la realidad. "¡Adiós, hombre, con Dios!", me lanzó sobre los hombros el hombre cabal, mi vecino. Ya en las escaleras, me pregunté si era posible dimitir de la vecindad, desasirse de un vecino semejante, por más hombre cabal que fuese. Si no podía vender el piso en que vivía, quizá habría de dejar que entrase en mi vida como una vacuna a fin de combatir el mal en que el hombre cabal, mi vecino, se había convertido con el mal de una convivencia temida pero reglamentaria, de hombría de bien, cabal, fiduciaria.
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