dimarts, 5 de juny del 2018
LADRIDOS POLISÉMICOS
El perro de mi vecino ladra y ladra. A mi vecino no le molestan los ladridos porque no está. Cuando mi vecino regresa de donde sea, saca a pasear al perro apenas los minutos suficientes para que el animal exonere órganos y conductos. Mi vecino es identificable sólo gracias a su perro. A veces, el perro de mi vecino emite unas voces extrañas, como si le salieran desde el fondo de una oración o desde la superficie de una respiración anhelosa debida a quién sabe qué ejercicios físicos. El perro de mi vecino es perro: no comprende que molesta. Por más que le hablemos, él no ceja en su ladradura. Pero mi vecino debe de ser también perro: por más que nos quejemos, tampoco parece entendernos. Él no ladra, pero le dice al chucho que está tonto, que no sabe nada, que para qué tantos desvelos, si luego hace lo que le viene en gana. "La próxima vez te las arreglarás solo", le espetó la otra noche. Y el animal, por una vez, se calló porque la negrura le traía cada día la compañía de su dueño, y no era cosa de ladrar a la soledad ni a la mala suerte. El perro de mi vecino nos ha sacado de quicio a todos en la calle. Pero, ojo, me refiero ahora al bípedo, que no hace nada si no recibe instrucciones precisas de su dueño. ¿Y quién es éste?, os preguntaréis. Pues quién va a ser: el que sólo sabe ladrar. Entrambos, no estaría de más un arreglo, un ponerse de acuerdo en el qué de las cosas. El uno por el otro, el juicio por afirmar.
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