dissabte, 4 d’agost del 2018

EL TIEMPO DE MI MADRE

A mi madre le ha gustado siempre regalarme relojes. Dentro de sus posibilidades, me ha obsequiado con una variedad nada despreciable de modelos que no han hecho sino asegurar mi dependencia de una magnitud que nos condiciona mortalmente a lo largo de nuestra existencia. Para mi madre, el artículo que se suele llevar en la muñeca, o ya raramente en algún bolsillo, completa la figura de los hombres, a quienes considera imperfectos sin ellos. Cualquier ciudadano de bien, respetable "y de su casa " ha de saber en todo momento en qué hora vive y cuándo ha de acudir a las inexcusables obligaciones que tiene contraídas. Medida grande para los hombres, pequeña para las mujeres: este es el mundo de mi madre. Sin embargo, a mí me gusta echarle un poco de sustancia a lo que para ella ha sido una acción aprendida y habitual, y quiero pensar que cuando me regalaba relojes me estaba traspasando el tiempo. Pero no el tiempo de todos los hombres, el tiempo adquirido en la pasada eternidad, no; el tiempo de una madre, su tiempo, que no hay reloj que mida, a pesar de todo. Cada vez que nos vemos, aunque solo hayan pasado unos días desde la última vez, me pregunta por el último reloj. "¿Es que no te gusta?", me interroga, si no me lo ve puesto. "Al contrario, me gusta mucho, pero no quiero...", y aquí me invento según la ocasión la excusa que la contente. En realidad, yo no quiero heredar su tiempo, sino vivirlo junto a ella con el mío. Son tiempos diferentes, por más que el mismo sean. Los relojes no miden el tiempo, en verdad, lo llevan dentro y se desprende de ellos cual perfume cuando alguien lo pone en tus manos como quien pone su vida a tu amor.

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